LA OPINIÓN DE. . . JOSÉ VÍCTOR ORÓN SEMPER
Nacido en Valencia y reside en Madrid, escolapio. Doctor en Educación por la Universidad de Navarra. Licenciado en Estudios Eclesiásticos e Ingeniero Superior de Caminos Canales y Puertos. Máster en Neurociencia y Cognición. Ha trabajado 15 años como profesor de secundaria y 6 años como investigador en el grupo Mente-Cerebro (ICS) de la Universidad de Navarra. Creo y dirige el proyecto UpToYou para la renovación de la educación e igualmente dirige el Centro SLAM Educación.
En LA OPINIÓN DE… Nos habla sobre términos y mentalidades. Valor emocional
Es usual querer clasificar las emociones como positivas y negativas. Esa clasificación ignora la naturaleza de la emoción y presupone una comprensión egoísta de la realidad.
Para que una variable tenga una dimensión positiva y negativa, se requiere que la variable sea medible, al mismo tiempo que escalable. Además, se debe poder elegir una unidad de medida para ella y es necesario que exista un valor referencial en el que establecer el cero. Las emociones no cumplen ninguno de estos requisitos. Por ejemplo, podemos hablar de temperaturas de +5º Centígrados o de – 2º Centígrados; o de alturas de + 5 m o de -7 m. En un caso, la unidad es el grado y, en el otro, el metro, pero ¿cuál es la unidad en el caso de la emoción? Si alguien piensa en el grado de agradabilidad o de desagradabilidad, que explique cómo se mide eso. ¿Con un agradabilímetro? ¿Cómo se escala lo agradable? ¿Qué quiere decir tener tres puntos más de agradabilidad? Como no sea en la imaginación, no hay forma de identificar eso. Tal vez, se podría pensar en fabricar un aparato de medida para cada emoción. Por ejemplo, un tristómetro o un alegrómetro. Por otro lado, si una emoción fuera medible, debería ser de tipo biológico, y hace ya tiempo que se ha rechazado la quimera de la asociación lineal entre la experiencia biológica y la realidad emocional. Jugando con la imaginación, alguien podría organizar las emociones por parejas y construir, por ejemplo, un eje tristeza – alegría en el que el cero estuviera separando la una de la otra. Eso significaría que uno no podría sentir tristeza y alegría a la vez. ¿Pero no se puede estar triste en parte y, al mismo tiempo, alegre en parte? Por ejemplo, cuando uno se mueve de un país a otro, ¿no puede estar triste por lo que deja al mismo tiempo que alegre por lo que vivió o por lo que va a vivir? O, cuando se echa de menos a un ser querido, ¿no conviven la tristeza y la alegría? Más aún, la tristeza existe precisamente por la existencia de la alegría. Es decir, el recuerdo del ausente es un recuerdo dulce, pero constatar su ausencia es amargo precisamente porque su recuerdo es dulce. Luego recordar a un ser querido ausente permite la convivencia de dos sentimientos contrarios.
Además, ¿podemos asociar, por ejemplo, la tristeza a la ansiedad? ¿No puede haber alegría en la ansiedad? En la víspera de un cumpleaños, ¿no hay alegría en la ansiedad que se vive por la fiesta que se espera?
En cuanto a la escalabilidad de las emociones, ¿cómo se pasa de un +4 de asco a un +39 de asco? La imaginación da para mucho, pero no la realidad. Además, ¿cómo puede ser que lo que hoy se ve como +4 de asco, otro día se vea como +300 de asco?
Las preguntas que nos podemos hacer son incontables, como estamos viendo, cuando tomamos como referencia de cualquier emoción la vivencia subjetiva que se tiene de la realidad acontecida, pero ¿es este el punto de referencia adecuado para la consideración emocional? ¿Por qué decir que lo agradable es lo que uno vive con gusto? Que uno sea quien vive las emociones, ¿significa que estas tengan que entenderse desde la experiencia del sujeto que las vive? Hay lugares donde las emociones no se clasifican en relación con la experiencia subjetiva que suponen, sino según la forma en que predisponen al sujeto para la acción. En ese caso, las emociones se nombran en función de esa disposición. Eso hace que sea imposible una traducción directa porque cada emoción no se corresponde con una única disposición. Por ejemplo, uno puede estar enfadado y proyectarse yendo contra otro o, en vez de eso, descargar su enfado con uno mismo o puede usar creativamente el enfado pintando un cuadro. Y, por otro lado, uno podría ir contra otro por estar enfadado, pero también por estar desesperado. Es decir, no se puede hacer una traducción término a término entre ambas lenguas. Pero, más allá del problema lingüístico, queda el problema de si la emoción ha de ser nombrada por la experiencia subjetiva que conlleva o por la disposición a actuar a la que da lugar. Pero aún podemos complicarlo más. ¿Por qué no nombrar las emociones en función de si ayudan al crecimiento personal o no? o ¿por qué no nombrar las emociones en función de lo que suponen de cara a la relación interpersonal? ¿Por qué ha de ser el gusto o disgusto que uno pueda encontrar en la experiencia emocional el único punto de referencia para nombrarlas? Esta forma de entender las emociones encierra a la persona en sí misma y dispara la visión egocéntrica. ¿Por qué centrarse en el yo, el yo y el yo y, si sobra algo, me lo quedo yo? Luego nos preguntamos por qué vivimos en una sociedad tan egoísta. No se está negando que sea uno mismo quien viva las emociones, pero ¿por qué han de ser valoradas estas desde uno mismo? Eso ya no está nada claro. Valorar la emoción desde el yo supone tomar una postura muy egoísta que parte de una antropología concreta.
Con lo dicho hasta ahora, queda cuestionada la parte de “valor” que aparece en el título del artículo, pero el título es “valor de la emoción”. Nos falta cuestionar un poco más la parte “de la emoción”. Es decir, ¿existen las emociones? ¿Qué estamos nombrando cuando decimos tristeza? Muchos programas de educación emocional que ignoran la diferencia entre identificar y percibir, así como lo que significa nombrar, dirían que, al decir tristeza, uno está reconociendo lo que está viviendo, pero eso es falso.
Imaginemos que sujeto un objeto en mi mano delante de un grupo de gente y, cuando les pregunto qué tengo en la mano, todos responden lo mismo: un bolígrafo. ¿Por qué dicen eso? Han identificado como bolígrafo el objeto. El bolígrafo que tengo en la mano tiene unas características concretas, entre las que estarían el color y una forma acabada en punta. Los que miran el objeto para identificarlo se fijan en unas características y descartan otras. No se fijan en el color, pero sí en la forma acabada en punta. El término bolígrafo queda identificado por una serie de características y, como el objeto que tengo las cumple y al mismo tiempo sus otras características no sugieren otro objeto distinto, entonces se concluye que lo que se tiene en la mano es un bolígrafo. Llamar “bolígrafo” al objeto que tengo en la mano solo quiere decir que cumple con unos patrones sociales que hemos tomado de común acuerdo, pero no me sirve para conocer el objeto concreto que tengo en la mano. Me sirve para saber cómo socialmente es visto lo que tengo. No hay que perder de vista que lo que existe en la realidad es mi bolígrafo y tu bolígrafo, pero no “el bolígrafo”, que no es más que un constructo social conceptual que solo existe como un tipo de objeto teórico. “El bolígrafo” solo existe en lo que podríamos llamar una mente social compartida (si es que eso existiera). “El bolígrafo” no es real sino mental.
Ahora, cambiemos bolígrafo por cualquier emoción concreta. Cuando uno dice que está triste, ¿es verdad que lo está? ¿O se trata simplemente de que lo que él vive se puede caracterizar en parte como tristeza porque se ajusta a ciertas variables sociales que solo existen como un constructo mental social? Cuando en los programas de educación emocional enseñan a los niños a identificar las emociones, no les enseñan a expresar lo que les pasa. En lugar de eso, les están estandarizando socialmente, impidiéndoles estudiar y conocer su realidad. No ayudan a la expresión emocional, sino a la estandarización social. ¿Quieres que estandaricen a tu hijo o que tu hijo se conozca a sí mismo y aprenda a expresar lo que vive?
En UpToYou ayudamos a la expresión y al conocimiento de las emociones y no a la estandarización. Por eso, no nos centramos en las palabras y no usamos emoticonos u otros sistemas de estandarización. Es mejor que aprendamos a realizar narraciones o dibujos simbólicos de lo que sentimos, o incluso que inventemos expresiones emocionales. Educar es sacar lo mejor de uno mismo, pero identificar emociones es estandarizarlas. Los programas que acogen la propuesta de la identificación emocional (el 99%) deberían evitar la palabra educación para ser honrados con lo que hacen.
Como dice L. F. Barrett, las emociones no las detectamos, ni las reconocemos, ni las identificamos, sino que las percibimos. Lo cual implica que sin una buena teoría del conocimiento difícilmente podemos hacer una propuesta emocional.
No estoy diciendo que la identificación emocional sea algo malo, sino que no es educativo. Siempre que hablamos entre nosotros, usamos términos socialmente constituidos, lo cual tiene su valor pragmático. Por ejemplo, cuando alguien nos pregunta “¿dónde vas?” y contestamos “a casa”, “casa” es el término que identifica a donde nos dirigimos, pero eso no sirve para que el otro conozca esa casa. Así pues, ante la pregunta de “¿qué sientes?”, la contestación “triste” sirve para que el otro se haga alguna idea de lo que se siente, pero no sirve para saber qué siente uno. Pues lo que uno siente se puede llamar tristeza si la persona se fija en unas variables y rechaza otras. Pero si quisiera poner un nombre que recogiera todas las variables de su estado sentimental, se encontraría con que no existe nombre para expresar lo que siente. Él mismo tiene que crear el nombre. Por eso, cuando algunos dicen que nos falta vocabulario emocional, lo que están diciendo es que estamos poco estandarizados, lo cual casi es un halago, pues en verdad no existe nombre para lo que uno siente. Más aún, cualquier nombre sería provisional, pues cuando uno nombra, se está fijando en algún aspecto y dejando de lado muchos otros. La realidad emocional es puerta de acceso al misterio y a la complejidad personal, lo cual resulta apasionante para quien no se asusta de sí mismo. El estudio de nuestra realidad emocional nos lleva en verdad a bucear en nuestra interioridad y nos permite conocernos mejor a nosotros mismos. ¿Quieres bucear? Y si te asusta bucear, ¿por qué te asustas? Ya estás buceando.